4. LA DIVISIÓN DE LA HERENCIA
Mientras los apóstoles bautizaban a los
creyentes, el Maestro hablaba con los que se quedaban allí. Y cierto
joven le dijo: «Maestro, mi padre murió dejándonos muchas propiedades a
mí y a mi hermano, pero mi hermano se niega a darme lo que es mío.
¿Quieres tú pues ordenar a mi hermano que comparta esta herencia
conmigo?» Jesús se indignó ligeramente de que este joven de mentalidad
material trajera a colación tal cuestión de negocios; pero aprovechó la
ocasión para impartir una enseñanza ulterior. Dijo Jesús: «Hombre,
¿quién me ha puesto de divisor entre vosotros? ¿De dónde sacaste la idea
de que yo me ocupo de los asuntos materiales de este mundo?» Luego,
volviéndose a los que estaban a su alrededor, dijo: «Cuidaos, guardaos
de la codicia; la vida del hombre no consiste en la abundancia de los
bienes que posea. La felicidad no viene del poder de la riqueza, el gozo
no surge de la riqueza. La riqueza en sí no es una maldición, pero el
amor a la riqueza muchas veces conduce a una devoción tal por las cosas
de este mundo, que el alma se enceguece a las bellas atracciones de las
realidades espirituales del reino de Dios en la tierra y al regocijo de
la vida eterna en el cielo.
«Os contaré la historia de cierto rico cuya
tierra había producido mucho; cuando se volvió muy rico, empezó a
pensar dentro de sí, diciendo: `¿Qué haré con todas mis riquezas? Ahora
tengo tanto que no tengo dónde almacenar mi riqueza'. Y después de
meditar sobre este problema, se dijo: `Esto haré; derribaré mis
graneros, y los edificaré más grandes, y así tendré lugar abundante para
almacenar mis frutos y mis bienes. Diré luego a mi alma: alma, muchas
riquezas tienes guardadas por muchos años; ahora pues reposa; come, bebe
y regocíjate, porque eras rica y tienes muchos bienes'.
«Pero este hombre rico también era necio.
Al preocuparse por los asuntos materiales de su mente y cuerpo, se había
olvidado de almacenar tesoros en el cielo para satisfacción del
espíritu y salvación del alma. Tampoco pudo gozar del placer de consumir
su riqueza acumulada porque esa noche misma su alma fue llamada. Esa
noche llegaron unos bandidos que asaltaron su casa y lo mataron, y
después de robar las cosas de sus graneros, los incendiaron para que
nada quedara. Y lo que los ladrones no se llevaron de la propiedad se
disputaron sus herederos. Este hombre acumuló sus tesoros en la tierra,
pero no fue rico para con Dios».
Así trató Jesús al joven y su herencia
porque sabía que su problema era la codicia. Si este no hubiese sido el
caso, el Maestro no habría interferido, porque él nunca se metía en los
asuntos temporales ni siquiera de sus apóstoles, y mucho menos de sus
discípulos.
Cuando Jesús hubo terminado su relato, otro
se levantó y le preguntó: «Maestro, sé que tus apóstoles han vendido
todas sus posesiones terrenales para seguirte y que tienen todas las
cosas en común tal como lo hacen los esenios, pero ¿es que quieres que
todos nosotros, tus discípulos, hagamos lo mismo? ¿Es acaso pecado
poseer riqueza honesta?» Y Jesús respondió a esta pregunta: «Amigo mío,
no es pecado poseer riquezas honorables; pero lo es si conviertes la
riqueza de las posesiones materiales en tesoros que absorban tus
intereses y desvíen tu afecto de la devoción a los asuntos espirituales
del reino. No hay pecado ninguno en tener posesiones honestas en la
tierra, siempre y cuando tu tesoro esté en el cielo, porque donde esté
tu tesoro, allí también estará tu corazón. Hay una gran diferencia entre la riqueza que conduce a la avaricia y
al egoísmo y la que tienen y dispensan en
espíritu de fideicomiso los que tienen abundancia de bienes mundanos, y
que tan generosamente contribuyen a mantener a los que dedican todas sus
energías al trabajo del reino. Muchos de entre vosotros que estáis aquí
sin dinero, recibís comida y albergue en la ciudad de tiendas, gracias a
las contribuciones de hombres y mujeres generosos, de buena posición,
que son dadas para estos fines a vuestro anfitrión, David Zebedeo.
«Pero, no olvidéis jamás que, después de
todo, la riqueza no perdura. El amor por la riqueza ofusca demasiado a
menudo, aun destruye, la visión espiritual. No dejéis de reconocer el
peligro de que la riqueza se vuelva en vez de vuestro siervo vuestro
amo».
Jesús no enseñó ni propició la negligencia,
el ocio, ni la indiferencia en proveer las necesidades físicas para la
familia; tampoco aconsejó depender de la limosna. Pero sí enseñó que las
cosas materiales y temporales deben estar subordinadas al bienestar del
alma y al progreso de la naturaleza espiritual en el reino del cielo.
Luego, mientras la gente bajó al río para
presenciar el bautismo, el primer joven vino a ver en privado a Jesús
para hablar de su herencia, porque le parecía que Jesús lo había tratado
con cierta dureza; y cuando el Maestro le escuchó nuevamente, contestó:
«Hijo mío, ¿por qué pierdes la oportunidad de comer el pan de la vida
en un día como éste, cuando de veras podrías satisfacer tu avaricia?
¿Acaso no sabes que las leyes judías de la herencia serán administradas
con justicia si compareces con tu queja ante el tribunal de la sinagoga?
¿Acaso no puedes ver que mi obra tiene que ver con asegurarme de que tú
sepas sobre tu herencia celestial? No has leído en la Escritura: `Hay
el que acumula riquezas con avaricia y sacrificio, y ésta es la porción
de su recompensa: cuando dice, ya hallé reposo y ahora podré comerme mis
bienes, pero no sabe lo que el tiempo le traerá, y que también deberá
abandonar todas estas cosas a otros, cuando muera'. Acaso no has leído
el mandamiento: `No codiciarás'. Y nuevamente: `Ellos comieron y se
llenaron y engordaron, y luego se volvieron hacia otros dioses'. Has
leído en los Salmos que `el Señor odia a los codiciosos' y que `mejor es
lo poco del justo, que las riquezas de muchos protervos'. `Si se
aumentan las riquezas, no pongas el corazón en ellas'. Has leído lo que
dice Jeremías: `Que no se alabe el rico en sus riquezas'; y Ezequiel
habló la verdad cuando dijo: `sus labios hablan de amor, pero el corazón
de ellos anda en pos de su avaricia».
Jesús despidió pues al joven, diciéndole: «Hijo mío, ¿de qué te valdrá ganar el mundo entero si pierdes tu propia alma?»
A otro que estaba cerca y que preguntó a
Jesús cómo serían juzgados los ricos el día del juicio, él respondió:
«Yo no he venido para juzgar ni a ricos ni a pobres, pero la vida que
viven los hombres será el juez de todos. Aparte de cualquier otra cosa
que concierna a los ricos en el juicio, los que adquieren grandes
riquezas deben responder por lo menos tres preguntas, y estas preguntas
son:
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